2 de agosto de 2018

Creo que no me gusta el fútbol

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Creo que no me gusta el fútbol. Sé que suena contradictorio que diga eso alguien que ha pasado tantas horas de su vida corriendo atrás de una pelota y tantísimas otras viendo fútbol en la cancha o por televisión, alguien que es capaz de organizar su agenda, reprogramar planes, incluso dejar de conocer gente por ver un partido, alguien que sabe de la existencia de muchas ciudades del mundo sólo porque hay equipos que llevan sus nombres, alguien que lee libros sobre fútbol y ha organizado talleres de literatura futbolera, alguien que dedica una buena parte de su vida cotidiana a pensar en fútbol, a hablar de fútbol con sus amigos, a escribir artículos sobre fútbol como este que aquí empieza.

Pero es algo en lo que he pensado bastante en los últimos tiempos. Creo que es así. Si me gustara el fútbol, me digo, hay cierto tipo de partidos que deberían interesarme. Más aún, deberían deleitarme. Los partidos en donde se juega, afirman los que saben, el mejor fútbol del mundo. Los del fútbol europeo. Los de algunos torneos del fútbol europeo: la Liga española, la Premier inglesa, la Champions League. Los mejores jugadores del mundo aglutinados en un puñado de estadios. El capitalismo ha concentrado la riqueza futbolística igual que todas las demás: el 1 % de los clubes cuenta con el 80 % de los recursos y obliga a las enormes mayorías a conformarse con migajas.

Sin embargo, la mayoría de las veces que me siento frente al televisor y sintonizo algún partido de esos torneos, me aburro. Me siento un poco como Homero Simpson cuando intenta dejar el alcohol y asiste a un partido de béisbol sin cerveza y admite: “Nunca me había dado cuenta de lo aburrido que es este juego”. En muchos casos, lo que me genera es peor que el aburrimiento: rechazo. Sé racionalmente que esos jugadores son muy buenos. Muchos equipos europeos son auténticos seleccionados. Las canchas son lisas como una mesa de pool. Las transmisiones televisivas te permiten ver hasta los microgestos de los protagonistas. Pero ahí estoy yo frente a la pantalla. Me distraigo enseguida, me pongo a pensar en otras cosas, me harto del Manchester City y el Tottenham, cambio de canal porque por fin, por suerte, ya empezó Patronato-San Lorenzo.

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Desde hace tiempo sospecho que lo que me gusta no es el fútbol: lo que me gusta es el fútbol argentino. Con todos sus defectos. Con su humildad, con sus miserias. Quizá no tengo mucho sentido, pero me parece que es así. La gran pregunta es: ¿por qué? Por supuesto, no tengo respuestas certeras, pero me propongo a mí mismo algunas hipótesis.

La principal es que creo que el fútbol argentino conecta directamente con mis raíces más profundas. Crecí rodeado de rituales que incluían ver y escuchar el fútbol argentino. Dibujaba el escudito de River en las páginas en blanco de mis cuadernos. Discutía en el colegio con mis compañeros hinchas de Boca y de Independiente. Leía de arriba abajo los suplementos deportivos, y todas sus páginas hablaban de nuestros equipos, salvo una perdida hacia el final, antes de los otros deportes y las carreras de caballos, que contaba cómo le iba al Napoli del Diego. Para mí el fútbol sigue siendo eso. Las ligas de Europa son algo que sucede muy lejos. No sólo geográficamente.

Me planteo a mí mismo una analogía con el básquet. No soy muy seguidor de ese deporte, pero si voy a verlo, que sea de la NBA. Los partidos de otras ligas, incluso de las mejores del mundo después de la estadounidense, me hacen sentir como si estuviera viendo otro deporte. Algo parecido, me temo, le ocurre a mucha gente —sobre todo de las nuevas generaciones— con respecto al fútbol europeo y el argentino. ¿Por qué no me pasa eso a mí? Por una cuestión cultural, por mi propia formación. Desde que tengo uso de razón, básquet siempre fue el de la NBA. Fútbol, en cambio, siempre fue el nuestro, el de nuestros equipos y nuestras canchas. El de todos los días.

En estos días me preguntaba cómo vivirán esas nuevas generaciones, las que idolatran a Messi, sus pasos con más pena que gloria por los mundiales y otros torneos con la Selección. Unos amigos me ofrecieron una respuesta: “Ellos lo ven ganar su Mundial. Su Mundial es la Champions. Eso es lo que a ellos les importa”. Claramente, vivimos en mundos distintos.

Se me dirá que es un fenómeno que la globalización ha extendido por todos los rincones del planeta. En Honduras, la India y Camerún los niños exhiben orgullosos sus camisetas de la Juventus o del Real Madrid. La diferencia es que ninguno de esos países tiene la tradición futbolera que tenemos nosotros. Durante muchos años el Río de la Plata fue uno de los lugares donde se jugó el mejor fútbol del mundo y sus clubes forjaron una historia enorme, que forma parte de nuestro patrimonio cultural. Un patrimonio que, creo, deberíamos cuidar más y mejor.

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Se me ocurre, sin embargo, que también hay otra explicación. No me parece casual que sea precisamente en los países donde se juega el mejor fútbol donde haya surgido un movimiento de hinchas que añoran otros tiempos. No se trata de nostálgicos que agitan porque sí las banderas del “todo tiempo pasado fue mejor”, sino que se oponen a la mercantilización extrema del fútbol, a que el negocio lo domine todo y a que el fútbol europeo haya ido perdiendo la esencia popular que a lo largo del siglo XX lo convirtió en lo que es.

El movimiento se conoce como Against Modern Football (AMF). En español, su cara más visible es Odio el fútbol moderno, una revista digital con más de 100 mil seguidores en Facebook. “Utilizamos el fútbol moderno para denunciar la sociedad actual”, explican sus creadores, Carlos Roberto y Miquel Sanchis. Dentro de poco publicarán, con el mismo título, un libro en papel. El Diego y el Flaco Menotti ya conversan en su hermosa portada.


Croacia usa desde hace años un eslogan para promocionar el turismo en sus costas: “El Mediterráneo tal como era”. Es decir: así eran otras playas (españolas, francesas, italianas) antes de que los intereses inmobiliarios desembarcaran allí y lo dominaran todo. Se me ocurre que del fútbol argentino se puede decir algo parecido: “El fútbol tal como era”. Basta con ver algunos de los principales reclamos de los hinchas europeos del AMF: reducción de los precios de las entradas, zonas para estar de pie en los estadios, que los clubes sean propiedad de los hinchas, que se respete y se conserve la tradición…

De modo que quizá sí me gusta el fútbol. Con todos sus defectos, sus miserias y su humildad. Quizá lo que no me gusta sea la presunta perfección de ese fútbol moderno y ultracapitalista que posibilita el horror de un Napoli-Juventus en que el equipo donde brilló el Diego juegue de camiseta negra y el de Turín de amarillo. ¿Cuántas veces se ha dicho que pasan los jugadores, pasan los dirigentes, pasan los jugadores, pasan los hinchas, todo pasa, pero los que siempre quedan son los colores? Al fútbol europeo por momentos ni los colores parecen quedarle ya.